Muchas veces en la historia, dos personajes significativos poseen rasgos comunes que no han sido puestos de relieve por los historiadores. Entre otros, está el caso de San Martín y de Brown, héroe militar uno y marino el otro, quienes no se conocieron, pero que, actuando independientemente, poseyeron semejanzas más que notables. Las coincidencias aluden a los hechos, las similitudes, a las ideas.
La Armada Argentina nació de la colosal fuerza centrífuga de la Revolución de Mayo. Fue una típica revolución de ciudad, ocurrida en el virreinato más pobre de América. Incruenta, dada con cierto respaldo legal, pues se trató de un Cabildo Abierto.
Fue, además, la única revolución que no pudo ser aplastada por las fuerzas realistas, sino que sirvió de base para llevar el ideario revolucionario a otros países de la región.
El primer gobierno patrio organizó expediciones a los cuatro puntos cardinales. Envió una hacia el Alto Perú, que muy pronto encontró resistencia en los miembros prorrealistas de Córdoba; buscaba, además, retener las minas del cerro de Potosí, necesarias para acuñar moneda. Otras dos expediciones partieron hacia el Paraguay y la Banda Oriental, ambos recelosos del poder porteño. Y hubo otra —que no figura en los textos escolares— con rumbo sur, hacia las Salinas Grandes, en busca del reconocimiento de los indios. Dirigida por el Coronel Pedro Andrés García, fue la única con cierto éxito, pues aquellos no hicieron malones por una década y proveyeron sal a la ciudad y los saladeros.
Entre 1811 y 1812, la causa de la Revolución de Mayo vivía horas inciertas, pero la historia es obra humana, no está escrita solo en caracteres dialécticos; caben en ella, tal como Jacques L. Monod describió para la biología, el azar y la necesidad.
Por eso, fruto del azar o de la providencia, en 1812 llegó un desconocido a Buenos Aires, José de San Martín, sin familia radicada aquí. Los triunfos de Belgrano en Tucumán (1812) y en Salta (1813), al fin de cuentas una desobediencia política, retemplaron el ánimo patriota. San Martín, tras armar el Regimiento de Granaderos a Caballo, el 3 de febrero de 1813, venció en San Lorenzo a los realistas de Montevideo que asolaban las costas del Paraná en búsqueda de abastecimiento mientras estaban, a su vez, bloqueados por tierra.
Mientras tanto, otro desconocido comenzaba a aparecer en escena.
En la ensenada de Barragán y por errores del práctico, entre el 2 y el 3 de octubre de 1811 varó el bergantín Eliza —nombre que aludía tanto a la mujer como a la hija de su propietario Guillermo Brown—; traía un cargamento de armas que pudo recuperar y vender cruzando los Andes durante el verano de 1811 y 1812. Muy probablemente, conoció allí a otros dos militares con sangre irlandesa como él, los generales Bernardo O´Higgins y John MacKenna, quienes, junto con los hermanos Carrera, dirigían las fuerzas patriotas de una revolución paralela a la nuestra e iniciada, también, en 1810. Acaso su cargamento tenía por destino originario a ellos mismos o a los hermanos Paso (Juan José y Francisco), principales importadores de armas desde 1810, quienes luego intercedieron por él al regresar y ser juzgado aquí en 1819.
La ciudad de Buenos Aires fue bombardeada por fuerzas realistas de Montevideo el 15 de julio y el 19 de agosto de 1811 más el 4 de marzo de 1812. Brown, por su parte, fue logrando una posición económica holgada y se afincó con su familia en Barracas; era dueño de las goletas Industria, Amistad, Unión y Hope o Esperanza, y de embarcaciones menores para el alije de grandes veleros. Con ellas intercambiaba productos en ambas orillas del Plata y llegaba hasta las costas del Brasil. Hoy diríamos que poseía una pyme. Cansado del hostigamiento español, que le confiscó algunos barcos, y de la inercia oficial, Brown se lanzó al corso fluvial y capturó las realistas Ntra. Señora del Carmen y San Juan y Ánimas. Recapturó la Industria, que le había sido confiscada. Estas acciones le dieron prestigio entre la marinería de la ribera. Poseía las notas de liderazgo que se necesitaban; era idóneo en lo suyo pues, formado en el mar, dominaba las artes de la marinería. Por sus actividades de naviero, conocía plenamente el estuario y por estos hechos demostró su bravura. Según el Almirante Segundo R. Storni, Guillermo Brown “era hijo y discípulo del mar mismo, tenía la intuición ingénita de la guerra”; era, entonces, el hombre indicado para una tarea necesaria y urgente.
El 1 de marzo de 1814, Brown, de 37 años, fue nombrado Teniente Coronel y Jefe de la Escuadra de Buenos Aires. Intervino personalmente en el armado de una segunda escuadrilla de la ciudad, artilló algunas embarcaciones, diseñó un plan de comunicaciones y seleccionó y adiestró jefes y tripulaciones. Aún cuando nadie lo esperaba, entre el 10 y el 15 de marzo de ese año tomó la isla Martín García y entre el 16 y 17 de mayo venció a la flota realista en los combates de Montevideo y el Buceo. En menos de 100 días, despejó el río de naves realistas. Según el General José de San Martín, quien ya estaba en Cuyo, la victoria de Brown en aguas del Plata fue “lo más importante hecho por la revolución americana hasta el momento”.
Si bien no se conocieron, se estimaron; tenían una comunidad de ideales pues pertenecían, junto con Manuel Belgrano, a una misma generación. Ambos habían nacido en zonas fronterizas: Brown, en 1777, en un territorio dominado por los ingleses pero levantisco, con guerras de religión, donde se pagaba por la cabeza de un sacerdote lo mismo que por la de un lobo; San Martín, en 1778, en los confines del imperio español, cerca de los indígenas y de los bandeirantes, una década después de la expulsión de los jesuitas, cuyos efectos aún sentimos geopolíticamente.
De este modo, surgen dos primeras coincidencias: una sobre sus primeros tiempos; la segunda, que ambos se iniciaron dando sus primeros combates en el litoral donde obtuvieron triunfos, en menos de cien días, contundentes y definitivos para la causa revolucionaria.
Ambos mostraron una notable capacidad de organización. Cada vez que fue convocado Brown, debió crear una escuadra acorde con el Río de la Plata. Debió transformar los buques para que tuvieran poco calado pero buena artillería. Faltaban oficiales, y hubo que adiestrar tripulaciones. La logística para el cruce de los Andes fue tan compleja que ha merecido estudios especiales. San Martín se mostró un hábil organizador del Ejército e igualmente hábil como gobernante de Cuyo, pactó con los indios, generó inteligencia tras los Andes e influyó sobre el Congreso de Tucumán.
Tras sus primeros triunfos, ambos, orientaron sus miradas más allá de la cordillera y comprendieron que el mayor peligro y la solución del problema militar de la independencia ocurrirían en el Pacífico. Hacia allí marcharon tras dejar el litoral, donde comenzaban los conflictos internos. Era la expedición al oeste, la que faltaba.
Brown detectó que Montevideo era abastecido desde El Callao y no, desde España. San Martín exploró el norte y confirmó sus ideas sobre la necesidad de cruzar los Andes. Perú, la retaguardia hispano colonial, era el corazón de la contrarrevolución. Otro factor importante fue el desastre de Rancagua, que terminó con la Patria Vieja, es decir, la revolución chilena, también de 1810. Puede hablarse de un éxodo chileno. Los hermanos Juan José, José Miguel y Luis Carrera, con su hermana Javiera que los motorizaba, el Gral. Juan Mackenna, Bernardo O’ Higgins, Antonio José de Irisarri, José María Benavente y los padres fray Luis Beltrán, Julián Uribe y Camilo Enríquez, etc., todos muy divididos entre sí, llegaron hasta Buenos Aires desde donde se pidió a Cuyo retener al resto, pues aquí no había dónde alojarlos. Luis Beltrán, industrioso, quedó con San Martín en Cuyo. Camilo Enríquez pasó a ser el director de La Gaceta, nuestro órgano oficial, y El Censor, el del Cabildo de Buenos Aires. Julián Uribe empleó sus bienes en artillar una nave y volver a su patria.
El plan original era atacar a los realistas de Chile con una escuadra de cinco barcos, hostilizando la navegación y el comercio español a lo largo de la costa del Pacífico. Había interés en capturar Coquimbo y hacerse fuerte allí. Llevarían una proclama de San Martín, ejemplares de La Gaceta y un plan de señales conjunto. Se detecta tras este plan cierta influencia de los exiliados. Brown aceptó sumarse con la fragata Hércules, que le había sido obsequiada tras el triunfo de Montevideo y que se dedicaba al cabotaje. Convenció a las autoridades de aportar el bergantín Trinidad, de propiedad estatal. Se agregó el padre Uribe con la Constitución, tan cargada de armamento que no pudo cruzar el estrecho; perecieron todos, en su mayoría chilenos, y este hecho frustró los planes iniciales sobre Coquimbo. Con sólo tres barcos, Brown logró ciertos éxitos: provocar la alarma en las costas del Pacífico, capturar la Consecuencia —luego denominada La Argentina que, al mando de Bouchard, paseó el pabellón alrededor del mundo— y desembarcar personal con armas y alguna munición en Nueva Granada con lo que cumplió, de algún modo, con la misión original. Para retener a Brown con intención de usarlo en las guerras interiores o contra el avance portugués en la Banda Oriental, lo nombraron Comandante de la Escuadra. En medio de discusiones económicas con los armadores, zarpó igual y pronto se le sumó Bouchard con la Halcón y orden de subordinársele.
La campaña corsaria de Brown en el Pacífico fue verdaderamente precursora; por las inquietudes y el temor despertado en los medios navales, cumplió su objetivo propagandístico, reforzó la esperanza de los criollos y anunció el cruce posterior de San Martín. Esto, más las acciones sobre Guayaquil y San Buenaventura, nos llevan a preguntarnos si debemos seguir considerando una simple expedición corsaria al viaje de Brown por el Pacífico o si se trató de una empresa mayor.
También le ocurría a San Martín: la ayuda desde Buenos Aires comenzó a menguar, los congresales de Tucumán demoraban la Independencia y pronto se requeriría su regreso para intervenir en las luchas internas. Cruzó los Andes no bien declarada aquella. En síntesis, dos desacuerdos con la metrópoli, desobediencias al fin; uno tan grave como el otro. Ya le había pasado a Belgrano al recibir órdenes de retroceder hasta Córdoba: desobedeció en Tucumán y salvó la Revolución de Mayo. La intuición del genio militar suele superar el razonamiento burocrático. Ambos se malquistaron con el establishment político porteño. He aquí otra notable coincidencia.
Después de las guerras, Brown volvió siempre a la vida familiar y retornó al comercio entre ambas orillas del Plata. San Martín intentó establecerse en una chacra en las afueras de Mendoza; fue alertado por Estanislao López sobre lo que le esperaba en caso de regresar a Buenos Aires. Él ya lo sabía, se lo espiaba y se abría su correspondencia por orden de Rivadavia. Tras fallecer, su esposa marchó al exilio.
La guerra contra el Imperio del Brasil devolvió a Brown a las armas, tenía 48 años. Como de costumbre, de nuevo debió improvisar la escuadra. Las causas fueron las mismas: el estuario bloqueado entorpecía el comercio local y de ultramar, y la Banda Oriental estaba ocupada por nuevos extranjeros. La Argentina ya era distinta, un país soberano y sin esclavos; pero, como siempre también, políticamente dividido y económicamente al límite, tanto que le pidieron a Brown que “cuidara los barcos”.
La guerra contra el Imperio fue llamada “guerra entre ingleses” por la gran cantidad de ellos que actuaron en uno y otro bandos, pero no fue tan así; en ese tiempo, surgieron los primeros marinos criollos: Tomás Espora (1800-1835), Leonardo Rosales (1792-1836), Francisco J. Seguí (1794-1877), Álvaro de Alzogaray (1809-1879) Francisco Erezcano (1794-1856), Juan Antonio Toll y Bernadet (1790-1864), José María Pinedo (1795- 1885) y, por qué no, el ecuatoriano Joaquín Hidalgo (1807-1849), a nuestro servicio. Buenos Aires llevó adelante la guerra prácticamente sola, en medio de un conflicto interior y con deplorable estado de sus finanzas. Inglaterra, como siempre, aprovechó para ofrecer préstamos. Brown logró evitar el asedio a la ciudad; el combate de Los Pozos fue librado a vistas de los porteños, quienes lo transformaron en su héroe.
San Martín también volvió, ofreció su espada para el conflicto con el Imperio del Brasil, algo imposible de aceptar con Rivadavia presidente y Alvear influyente. Aconsejado por amigos, entre ellos Espora —como él compañero de la Orden del Sol y cercano a Brown—, no desembarcó. Hubo entre ellos contacto epistolar. La guerra civil alcanzaba a cubrir toda la escena política. Dorrego había sido fusilado. Brown recibía fuertes presiones y hasta calumnias del grupo unitario.
Esto nos lleva a reflexionar sobre el papel de ambos al frente de la función pública. Ninguno de los dos la quiso por vocación, solo actuaron por actitud de servicio y durante muy escaso tiempo. San Martín, en 1812, salió en apoyo de la causa popular, pero inmediatamente volvió a los cuarteles. Brown, en 1828, se hizo cargo de mantener el orden y la administración mientras los líderes de las diversas facciones peleaban entre sí; muy pronto les devolvió el poder, cansado del acoso político de los unitarios (Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril) y disgustado por la muerte de Dorrego. Dejemos el detalle político de lado y observemos que ambos se preocuparon por la educación.
San Martín es el introductor del método lancasteriano en Cuyo y Lima, donde creó una escuela normal que favorecía, además, la educación de la mujer. También creó la Biblioteca Pública Nacional de Mendoza y la del Perú, que nutrió con sus propios libros. Creó el Colegio de la Trinidad en Mendoza con el objetivo de preparar para la universidad con un diseño más actual que el de San Carlos de Buenos Aires y más aún que el de Montserrat, acaso el más tradicionalista de todos. Ambos utilizaron la música por su efecto motivador, y San Martín incorporó la criolla en el repertorio de las bandas de los diversos regimientos. En 1822, creó el Museo de Arqueología del Perú para preservar piezas del arte indígena.
Brown, no bien recibió la bandera de seda que le obsequiaron las damas porteñas tras el triunfo de los Pozos, la llevó al Colegio de San Carlos acompañado de Tomás Espora, a quien distinguía, y de Antonio Toll y Bernardet, su secretario; allí dirigió palabras de aliento patriótico a los alumnos. Esta es una señal de que ambos guerreros de la independencia resaltaron el papel de la escuela media en la formación ciudadana. Brown tuvo, además, preocupación por la universidad y la formación de las reservas para el Ejército y la Marina, y autorizó la cátedra paralela de físicomatemática en la de Buenos Aires, un antecedente que actualizó su enseñanza.
Ambos poseían cierta comunidad ideológica, ambos sostenían el americanismo en sus discursos y escritos de la época. Brown, en carta al Cabildo de Montevideo de junio de 1815, señalaba: “Somos americanos, debemos unirnos para lograr así la gran fuerza que tienen los americanos del Norte” . Estaba bien enterado sobre ese país, donde había vivido y al que debía su formación marinera. Antes de partir hacia el Pacífico, escribió al Director Supremo que “la causa de los americanos del Sud debe seguirse…”. Vuelve a demostrar este ideario en la correspondencia que entabla con las autoridades revolucionarias de Nueva Granada, a las que ofreció ayuda armada: “Estamos aquí porque somos americanos, cuente con nosotros”. En todo momento, Brown creyó contribuir “…a la entera independencia de Sud América”.
Y San Martín sostuvo en el Perú, en 1822: “Tiempo ha que no me pertenezco a mí mismo, sino a la causa del continente americano”.
Hubo entonces notables coincidencias ideológicas y se compartía, también, una cierta conciencia de unidad latinoamericana la que, por razones diversas, no se concretó en la práctica. Distinto ocurrió con el gran país del norte, que mantuvo su heterogénea unidad inicial y compró otros territorios o los anexó por la fuerza. Solo el Brasil, en Sudamérica, logró mantener su unidad sumando más tierras, fruto acaso de la centralización del Imperio.
San Martín y Brown son los creadores de la moral militar que anima y contiene al Ejército y a la Armada; de ambos toman ejemplo y fuente de inspiración.
Ambos, por fin, alcanzaron una vejez ética. San Martín una y otra vez se negó a desenvainar su espada frente a hermanos y, preocupado por la educación de su hija, redactó las célebres máximas, donde prevalece el sentido ético de la vida. Brown, retirado definitivamente, mantuvo una vejez serena y tranquila; recibió y visitó a antiguos contrincantes, departió con ellos y dio lecciones de ética y de patriotismo. Tras el encuentro de Guayaquil, el brindis de San Martín ante Bolívar fue una lección de ética: Bolívar brindó “por los dos hombres más grandes de América del Sur, el General San Martín y yo”. San Martín contestó el brindis: “Por la pronta conclusión de la guerra, por la organización de las diferentes repúblicas del continente y por la salud del libertador de Colombia”. A su vez, Brown, ante su antiguo contrincante John P. Grenfell, quien estaba asombrado por la austeridad con la que aquel vivía en Barracas, sostuvo: “No me pesa haber sido útil a la Patria de mis hijos, considero superfluos los honores y las riquezas, cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores...”.
De Brown, dijo su confesor, el padre Antonio D. Fahy OP, en carta al General Bartolomé Mitre: “Él fue, Sr. Ministro, un cristiano cuya fe no pudo conmover la impiedad, un patriota cuya integridad la corrupción no pudo comprar, y un héroe a quien el peligro no pudo arredrar...”.
Ricardo Rojas llamó a San Martín el Santo de la Espada…, y está todo dicho.
BIBLIOGRAFÍA
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*El doctor Alfio A. Puglisi es maestro normal nacional, profesor en Filosofía y Pedagogía, licenciado en Metodología de la Investigación y doctor en Psicología. Fue profesor de la Escuela Naval Militar entre 1969-2013 y actualmente es Miembro de Número Académico del Instituto Nacional Browniano.
Publicado en el Boletín del Centro Naval N° 852- SEP/DIC 2019